
Fotografía de Faruk Tokluoğlu
Estoy dentro del colectivo camino a la universidad. Agotada luego de 9 horas de trabajo y con 45 minutos de viaje por delante, de pie, y apretada entre la gente. Tengo 20 años y hace poco que vivo por mi cuenta en Buenos Aires. Estoy extenuada. Sé que luego de la clase llegaré a mi casa sobre las 10 de la noche y aún me quedará cenar antes de dormir porque mañana madrugaré para llegar al trabajo. ¿Me alcanzará este mes el dinero para pagar todas mis cuentas? ¿Tengo todo lo necesario para la clase a la que voy? Mañana tengo que terminar el informe que me pidieron en el trabajo, sin falta. Estoy cansada. Toda mi atención está en el monólogo incesante sobre todo lo que pasa, lo que no pasa, lo que no funciona, lo que tendría que ser distinto…
De repente, el corazón me late a toda velocidad. Me transpiran las manos, siento que no puedo respirar y de alguna forma sé que me voy a morir. ¿Qué me pasa? ¿Es un ataque al corazón? El mundo a mi alrededor parece adquirir un giro veloz e incesante de personas, preocupaciones y miedos. No entiendo lo que pasa. Me siento fragmentada, desconectada de mi entorno. Me estoy muriendo, algo me está dando, tengo que pedir ayuda. Justo llegamos a la universidad, me bajo como puedo y atino a preguntarle a alguien que pasaba por ahí adónde estaba la enfermería. Llegué casi con el último aliento y me recibió una enfermera que con gesto atento pareciera realmente interesarse en lo que me pasa.
Es una señora mayor, calmada y segura. Le explico, como puedo, que no puedo respirar, que el corazón se me sale, que siento que me muero… Me revisa y enseguida empieza a hablarme muy despacio. Luego de chequear mis signos vitales me empieza a preguntar por mi vida. ¿Estás preocupada por algo? ¿Por algo? Por todo…
Mi vida es un barco dirigido por el esfuerzo y la soledad. Se me caen las lágrimas y ella me dice que no me voy a morir, pero que antes de explicarme lo que pasa, es necesario que descanse un poco. Me acuesta en una camilla, me arropa con una manta, baja la intensidad de la luz y me deja allí con la puerta entreabierta. Desde ahí escucho su voz intelegible hablándole a su compañera y el sonido de la radio de fondo…
El saber que no me iba a morir dejó espacio para que pueda sencillamente habitar mi experiencia, estaba exhausta y me quedé dormida. Me dejaron dormir durante hora y media. Al levantarme, me sentía en calma y con mayor claridad. La catarata de pensamientos había desaparecido, mi mente sólo podía concentrarse en el presente.
¿Qué me había pasado? Un ataque de pánico, el primero de mi vida. Y allí se inauguró el pánico… al ataque de pánico. Entonces lo que proponía la psicología tradicional es atacar el problema: técnicas de respiración, psicoanálisis, medicación, deporte y vida sana. Para que no pase, para “atacar” al pánico. Un desacierto inocente, porque no sabían que un ataque de pánico es, aunque no lo parezca, un regalo.
¿Cómo que un regalo? ¡Si es una experiencia terrible! Volvamos a la situación que viví aquel día, 21 años atrás, observándola con la lente de este entendimiento de adentro hacia afuera.
Sentimos nuestros pensamientos. Mis pensamientos, estresantes, fluían sin control y en excesiva velocidad. El sentir de mis pensamientos era todo menos bienestar, sin embargo, yo carecía en ese momento de registro de mí misma, de mi sentir. Mi registro estaba anestesiado por mi firme intención de seguir adelante con mi vida sin importar que me pasara o sintiera. Estaba completamente desconectada de mí misma, de manera que para notar que algo andaba mal todas las señales previas se me habían pasado por alto.
Entonces, gracias a nuestro diseño divino, tengo una señal tan fuerte que es imposible no escucharla.
La escuché y sólo quedándome quieta, descansando, pude volver a la calma y ver con más claridad.
Como quien frena bruscamente el coche para evitar un accidente.
Como cuando nuestra pc se sobrecarga y de repente nos aparece una pantalla azul que bloquea todo y la única solución posible es reiniciar la máquina, sabiendo que algo no anda del todo bien.
Esto ya pasó hace muchos años, y desde que los Tres Principios aparecieron en mi vida y comprendí cómo creamos nuestra experiencia momento a momento ya no tuve ataques de pánico… porque ya no ataco al pánico.
Cada sentir es un regalo que me lleva siempre de vuelta a mi calma, a mi sabiduría. Mi “sensor” está mucho más regulado, noto mi sentir en seguida, no necesito grandes esfuerzos de mi ser para mostrarme lo que está pasando con mi mente. Y si sucede, sé que incluso dentro de la experiencia estaré bien. Puedo observarme, notar lo que va sintiendo mi cuerpo y aquietarme. Sé que pasará y sé que, aunque no lo parezca, es un regalo. Ya lo decía Sydney Banks:
“Si lo único que la gente aprendiera fuera el no tenerle miedo a su experiencia, sólo eso, sería suficiente para cambiar el mundo”
En el momento en que dejé de tenerle miedo a mi experiencia de la vida todo cambió para mí. La vida se volvió más rica, inesperadamente gloriosa, maravillosamente creativa y mucho más sabia de lo que mi mente humana puede comprender.
¿A qué experiencia le tenés miedo? ¿De qué sentir te estás escapando? ¿Y si te quedás y vivís la experiencia con toda su intensidad? Te invito a permitirte habitar tu vida y tu sentir, sabiendo que estás a salvo y que debajo de ese disfraz de pesadilla lo que hay es una invitación a reconectarte con quien realmente sos.
Azul Leguizamón
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