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Detente, por Marina Galán

Los dos últimos días experimenté lo que estoy llamando un “descanso inspirado por un cansancio acumulado”. Me explico: después de estar trabajando casi sin parar y a ritmos forzados durante los últimos dos meses, cuando finalmente tuve oportunidad de detenerme, si me daba la oportunidad de “escucharme”, lo único que mi sistema pedía era descanso.


Lo interesante del asunto son varias cosas; la primera, esa: el hecho de que mi sistema pidiera descanso. Porque en toda honestidad, durante esos dos meses imaginé que, cuando llegara el momento de parar, lo utilizaría para pasar tiempo con familiares y amigos, para salir de fiesta y tener momentos alegres y conversaciones significativas con ellos, para deleitarme con mi comida favorita, para ir a visitar algunos de mis lugares predilectos… Pero resultó que no: que mi cuerpo, mi mente, mi sistema entero, lo que pedía era quietud, inmovilidad, silencio, contemplación, algo que podríamos llamar una soledad interior.


La segunda, el detalle de que tenía que darme esa oportunidad de escucharme para saber qué era lo necesario. Porque sí, hubiera sido facilísimo ignorar ese llamado interior, desestimarlo, seguir adelante con mis planes. Pero por alguna razón, esta vez decidí hacerle caso. Decidí hacerme caso.


Así que, ignorando por completo mi cruel e insistente juicio interior, mansamente me volvía a meter a la cama después de desayunar y me echaba una siesta de dos o tres horas, o me pasaba la tarde entera mirando por la ventana. O me permitía cerrar los ojos si los ojos querían cerrarse mientras leía un libro, o deliberadamente escuchaba el viento porque el viento se estaba haciendo presente. O sea, que me pasé dos días enteros haciendo lo que cualquiera de nosotros consideraría nada. Así de desvergonzado el asunto: dos días no haciendo nada.



Y aquí lo más interesante que sucedió, lo verdaderamente revelador: en ese silencio, en esa quietud, en esa presencia relajada, de repente empecé a notar una vez más la belleza de la simplicidad de la vida. Me maravillaba ver las formas del vapor al subir de la taza de café, me emocionaba notar las diferentes maneras en que la luz del sol se reflejaba en las hojas de los distintos árboles, la risa de mi sobrina en la habitación de junto me llenaba de júbilo, sentir la brisa en mi rostro antes de siquiera abrir los ojos al despertar hacía que todo mi ser se desbordara de agradecimiento. Y podría citar cien ejemplos más en los que la belleza de un instante me llevó a las lágrimas.


Recordé entonces una entrevista que tuve la oportunidad de ver con el doctor Zach Bush, quien trabaja con pacientes terminales. En ella hace hincapié en que, cuando las personas reciben la noticia de que les queda poco tiempo de vida, en vez de “salir a aprovecharlo” haciendo lo que hubieran imaginado importante, lo que sucede es justamente eso: se detienen, hacen silencio, se hacen presentes, se escuchan. Y él asegura que ahí, en esa repentina soledad, en esa invitación a detenerse, es cuando sucede el perdón, ahí es donde sucede la reconciliación, ahí aparece la curiosidad y la atención a los detalles, ahí nos convertimos en testigos de la toda la belleza a nuestro alrededor y en nuestro interior, que termina por volverse inescapable.


Créanme, esta no es mi manera de decirles que me queda poco tiempo de vida, pero sí, sin duda, es una invitación a que se den permiso de detenerse constantemente y escucharse para descubrir qué es lo que pide ese “ser interior”, ese ser profundo y auténtico que nunca ha dejado de susurrarnos qué es lo que nos es verdaderamente importante.


Marina Galán

 
 
 

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