La vida tiene diferentes maneras de guiarnos, cada una de ellas orientadas a un objetivo distinto y muy específico. Hoy quiero profundizar en dos de ellas que, si bien parecen opuestas, al observarlas con más detenimiento podemos comprender que, de hecho, están hechas para complementarse y colaborar de la manera más elegante posible.
Por un lado, está nuestro intelecto, que a partir de nuestro condicionamiento y de nuestro conocimiento adquirido a través de la experiencia, nos permite enfrentar situaciones y resolver problemas en circunstancias en las que las variables son conocidas. El intelecto es, sin duda, infinitamente útil en nuestra vida diaria: nos permite aprender, recordar, desarrollar hábitos y habilidades, establecer objetivos, idear estrategias… Gracias a él no tenemos que volver a conocer a nuestros familiares cada vez que los vemos, ni aprender a escribir cada vez que queremos mandar una carta, sabemos llegar a casa y preparar unos huevos revueltos.
Por otro lado, está la intuición, ese susurro que viene de quién sabe dónde, que nos guía cuando las variables no son todas conocidas, cuando necesitamos algo más que el conocimiento adquirido hasta ahora, cuando nuestro condicionamiento no nos sirve para lidiar con la realidad que está frente a nosotros. Eso que nos dice “Ve por este camino hoy, no tomes el de siempre”, “Llama a esa persona”, “Compra ese libro”. La intuición es lo que nos invita a salir de lo conocido y a explorar más allá de nosotros, todo lo desconocido, y que nos guía cuando el conocimiento adquirido hasta el momento no puede llevarnos a donde tenemos que ir. Su lenguaje es la curiosidad, la inspiración, las ganas, el entusiasmo.
Es importante aclarar que intuición no es lo mismo que instinto. El instinto es un impulso biológico interior inescapable que responde a todo tipo de estímulos y nos permite reaccionar de manera inmediata para mantenernos vivos y preservar la especie. Es enteramente biológico, animal, no tenemos injerencia en él. La intuición es algo mucho más sutil. Es una invitación, una propuesta de posibilidades más allá de las evidentes.
En los primeros meses de nuestras vidas, a falta de un condicionamiento o un conocimiento adquirido desde el cual operar, lo único que tenemos para guiamos a nosotros mismos son el instinto y la intuición, y no tenemos manera de cuestionarlos. Funcionan. Nos ayuda a conseguir lo que necesitamos. Pero muy pronto, nuestros padres y otras personas de nuestro entorno nos enseñan a operar desde sus condicionamientos, desde sus conocimientos adquiridos. Y nosotros los integramos sin ningún tipo de resistencia, se vuelven nuestros. A ello se va sumando toda nuestra propia experiencia y, puesto que la interpretamos a través del mismo condicionamiento adquirido, éste se va reforzando cada vez más. Además, todo el sistema social lo refuerza también, mientras que minimiza o incluso niega la importancia de la intuición: se nos pide que seamos racionales, que aprendamos memorizando, que repitamos la estrategia que funcionó en el pasado, que sigamos un horario pre-definido, que seamos -que todo en nuestra vida sea- predecible. Nos vamos acostumbrando a ello.
Poco a poco y en aras de mantenernos a salvo, nuestro intelecto termina fabricando para nosotros un mundo bastante pequeño y repetitivo en el que, operando desde lo conocido, eligiendo nuestra seguridad por sobre todo, nada más podemos obtener resultados relativamente previsibles, seguros, cómodos.
La cuestión de fondo es que el intelecto, por más perfecto que resulte para resolver situaciones específicas y mantenernos a salvo, no está diseñado para ayudarnos a desarrollarnos como personas, a crecer como seres humanos, a expandir nuestra consciencia y nuestras posibilidades, no puede ayudarnos a ser felices, a encontrar nuestro propósito, a descubrirnos a nosotros mismos.
Y para tener una vida plena, todo ser humano necesita experimentar crecimiento, novedad, sorpresa, asombro. Necesitamos ir más allá de nuestras propias fronteras, retarnos a nosotros mismos, adentrarnos en territorios inexplorados, salir de la rutina, del hábito, del espectro de lo familiar. En una palabra: necesitamos que la intuición nos lleve más allá de los límites de nuestro intelecto. Ella es la que nos inspira, la que nos hace cosquillas, la que nos llena de ganas, la que nos invita a abrir la puerta y cruzar el umbral.
Etimológicamente, la palabra intuición “designa una comprensión o percepción global de las cosas sin necesidad de razonamiento, como si uno las estuviera contemplando. Viene de una forma del latín tardío intuito, intuinionis, generada a partir del verbo latino intuir (tener la vis, dirección hacia el interior, intensificación) y el verbo tueri (contemplar, observar, mirar, también mirar por algo, protegerlo).”
Y ojo, resulta interesante ver que ese “sin necesidad de razonamiento” no implica que el razonamiento no está presente en la intuición. Porque, por ejemplo, en ese momento en el que la intuición nos dice “Gira a la derecha”, no tenemos que aprender qué es la derecha y qué es girar; cuando se nos ocurre llamar a alguien es alguien específico a quien ya conocemos, no un número de teléfono al azar. O sea que la intuición aprovecha al intelecto en sus invitaciones, lo toma en cuenta, utiliza lo que es necesario. Obviamente, no sucede al revés: aunque se escuche paradójico, lo desconocido tiene acceso a lo conocido, pero lo conocido no puede tener acceso a lo desconocido. La no forma informa a la forma, no al revés.
Sydney Banks nos dice que para obtener algo nuevo tendremos que renunciar a algo más. Pero ya vimos que no estamos renunciando a lo que ya sabemos, pues será utilizado. A lo que sí estamos renunciando, sin duda, es a las posibilidades que existen para nosotros desde ahí, y lo hacemos a cambio de una nueva posibilidad. Cuando nos rendimos a esa guía interior, a la intuición, estamos ofrendando todo lo que somos, todo lo que nos ha traído hasta aquí, a cambio de ese nosotros posible que está más allá.
La palabra “rendición” viene del latín redemptio, y significa “acción y efecto de libar a una persona de una obligación, librar de la esclavitud o secuestro a cambio de un precio.”
Nuestro sistema, perfectamente diseñado para guiarnos, nos pide de manera constante que nos rindamos, que nos liberemos de esa obligación auto-impuesta que es el ego, de esa esclavitud en la que el intelecto nos puede mantener si no sabemos utilizarlo para lo que fue diseñado e insistimos en tratar de utilizarlo para encontrar la verdad de quienes y qué somos.
Sydney Banks utilizaba los términos de Mente Universal y mente personal, y aclaraba que no son dos mentes diferentes, sino que es siempre una sola mente que se puede utilizar de dos maneras diferentes: “abierta a la sabiduría universal” o “cerrada”. Resulta útil saber cuál es útil cuándo y para qué. Resulta revolucionario saber que una incluye a la otra. Vale la pena preguntarnos si acaso nos es posible vivir desde esa alineación,
Una amiga me compartía hace unos días que la vida vivida así, "desde la curiosidad y no desde lo cómodo de lo conocido”, es una vida creativa. A mí me parece que es muchísimo más que eso: una vida vivida desde la intuición es una vida inspirada, guiada, informada desde las posibilidades más altas que existen para nosotros y para el mundo que nos rodea. Y así, una vida que nos mantiene despiertos, vivos, atentos, emocionados, excitados, asombrados.
Es una vida valiente, sin duda. Vivida en la frontera de nosotros mismos y yendo siempre más allá. Así nuestro día a día, así nuestro trabajo, así nuestras relaciones, así nosotros, entregados al misterio, viviendo a flor de piel, explorando, investigando, descubriendo todo, incluso a nosotros mismos, sin conformarnos con lo que ya hay a pesar de que lo reconozcamos y lo agradezcamos en totalidad, incluso utilizándolo para ir más lejos, a lo que es posible más allá.
Marina Galán
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